martes, 21 de enero de 2014

Soñó que de una vez recuperaba todas las horas de sueño perdidas. Horas que pasaba entrelazado a los clavos que atravesaban las falanges de sus dedos, mientras una fina hoja de papel rasgaba la carne entre éstos. Sus problemas caían como una gota constante de agua sobre su cráneo y traspasaban el hueso. Su cama se había convertido en el toro de bronce, y estas horas de almohada empapada, como sus problemas, derretían su piel. Podía oler el dolor de su subconsciente. Se sentía como un hereje con el tenedor bajo la barbilla, temiendo siquiera respirar. Rogaba piedad a un inquisidor inexistente. “¡Mátame!” gritaba y se despertaba sobresaltado. Había esperado mucho tiempo al cese de sus pesadillas y ya había perdido la fe. Aunque cada mañana al despertar, las marcas de la tortura que el pensamiento era, únicamente se veían reflejadas bajo sus ojos con un múrice marcado. Cada noche se convertía en una tortura, tortura de errores cometidos, errores pasados que nunca pasan y te acechan. Soñó que de una vez recuperaba todas las horas de sueño perdidas, y ni el sueño eterno alivió su pesar. Esperaba a la capa y a la guadaña y se dijo a sí mismo que el óbito conllevaría castigos allá donde fuese, mas los aceptó con el conocimiento de que no hay mayor castigo que el que uno mismo se impone, y se dejó marchar.