Soñó que de una
vez recuperaba todas las horas de sueño perdidas. Horas que pasaba entrelazado
a los clavos que atravesaban las falanges de sus dedos, mientras una fina hoja
de papel rasgaba la carne entre éstos. Sus problemas caían como una gota
constante de agua sobre su cráneo y traspasaban el hueso. Su cama se había
convertido en el toro de bronce, y estas horas de almohada empapada, como sus
problemas, derretían su piel. Podía oler el dolor de su subconsciente. Se
sentía como un hereje con el tenedor bajo la barbilla, temiendo siquiera
respirar. Rogaba piedad a un inquisidor inexistente. “¡Mátame!” gritaba y se
despertaba sobresaltado. Había esperado mucho tiempo al cese de sus pesadillas
y ya había perdido la fe. Aunque cada mañana al despertar, las marcas de la
tortura que el pensamiento era, únicamente se veían reflejadas bajo sus ojos
con un múrice marcado. Cada noche se convertía en una tortura, tortura de
errores cometidos, errores pasados que nunca pasan y te acechan. Soñó que de
una vez recuperaba todas las horas de sueño perdidas, y ni el sueño eterno
alivió su pesar. Esperaba a la capa y a la guadaña y se dijo a sí mismo que el
óbito conllevaría castigos allá donde fuese, mas los aceptó con el conocimiento
de que no hay mayor castigo que el que uno mismo se impone, y se dejó marchar.