lunes, 10 de marzo de 2014

No sé si es el frío, o la soledad, o las canciones que escucho, lo que empapa mis huesos y me hace tiritar. Ecos que me hacen meditar y entrecortan mis pensamientos y respiración. Tirito ahora más y escucho en el silencio las voces que me recuerdan las cosas que hago mal, las que he hecho mal y las que haré mal. He vivido llevando los problemas de los demás por delante y he olvidado los míos en los rincones más oscuros de mi ser. A veces vuelven, como hoy, y me saludan, me recuerdan que siguen ahí y esperan pacientemente a que termine de solventar los problemas de los demás y me plante frente a ellos como ante un plato de verduras: sabes que te lo tienes que acabar entero y que a la larga será beneficioso para ti. Me da miedo comerme mis problemas... ¿Qué soy yo sin ellos más que un humano cualquiera? Ya me he acostumbrado a verlos amontonados en el rincón más frío de mi alma, y en noches como esta me acerco sin compañía a visitarles y me reciben con el duro helor glacial de la realidad. Y cuando digo que hoy no es mi día, es que hoy toca comer verduras. Y siempre me dejo trozos, los más grandes para otro día, hasta que estos pasan a ser los trozos más pequeños de mi plato que nunca deja de llenarse.