Muchos no recuerdan el momento en el que
empezaron a madurar. Yo sí, y en mi caso, fue de golpe y lo supe desde ese
mismo momento.
Acababa yo de adoptar a la que fue mi perra
hasta hace más bien poco, y salí a jugar con ella y con mis vecinas a la puerta
en una tarde de verano. Jugaba con un balón de fútbol (inusual en mí lo del
ejercicio físico) y di muestras de mis proezas deportivas rompiendo el cristal
de la ventana de mi vecina. Asustado, como cualquier crío ante las posibles
represalias de mi madre, salí corriendo hacia mi casa y saqué a mi perra “a
pasear”, pensando que un cachorro de apenas dos meses podría defenderme ante mi
vecina o ante la cólera de mi madre. Nada ocurrió. La tarde siguiente, airoso
del incidente, decidí salir de nuevo. Me crucé con mi vecina que se acercó y me
dijo: “¿Tú sabes quién ha roto el cristal de mi aseo?” y yo, que aún tenía las
patas más cortas que las mentiras que hasta entonces había contado, decidí
echarle valor y contar la verdad. “Fui yo”, dije, “fue sin querer, y me daba
vergüenza decírselo por si mi madre me renegaba…”. La mujer, en puesto de
echarme la bronca, me dijo que no pasaba nada, que un accidente lo puede tener
cualquiera, y yo, contento por mi valentía se lo conté a mi madre. Craso error.
Desde entonces comenzó en la actitud de mi madre un gran cambio hacia mí. No me
renegó, si os lo preguntáis, al contrario, me felicitó y me dijo que eso era lo
que tenía que hacer, y que teníamos que pagar lo roto. Nunca lo pagamos, no por
falta de insistencia de parte de mi madre hacia la vecina, sino porque ella
dijo que no tenía importancia, y, hasta hace unos meses, el cristal de la
ventana seguía roto. Años y años después mirando a ese cristal rectangular en
una pendiente diagonal… Desde entonces comenzaron a tratarme como a un
adolescente, y no como a un niño. Desde entonces comenzaron las exigencias de
madurez por parte de todos: colegio, familia…
Echo de menos ser un niño al que no le
importaba romper ventanas, rasparse las rodillas con las caídas, no combinar la
ropa ni preocuparme por qué dirán de mí, por las responsabilidades que me
impone el espíritu apolíneo que me obliga a razonar y pensar antes de actuar. Echo
de menos irme sin decir a dónde voy, no tener móvil y ser feliz, ser un niño y
que el espíritu dionisíaco impere en mí. Ahora ya es demasiado tarde para dar
marcha atrás, supongo…