jueves, 5 de junio de 2014

El espíritu apolíneo y el dionisíaco.

Muchos no recuerdan el momento en el que empezaron a madurar. Yo sí, y en mi caso, fue de golpe y lo supe desde ese mismo momento.
Acababa yo de adoptar a la que fue mi perra hasta hace más bien poco, y salí a jugar con ella y con mis vecinas a la puerta en una tarde de verano. Jugaba con un balón de fútbol (inusual en mí lo del ejercicio físico) y di muestras de mis proezas deportivas rompiendo el cristal de la ventana de mi vecina. Asustado, como cualquier crío ante las posibles represalias de mi madre, salí corriendo hacia mi casa y saqué a mi perra “a pasear”, pensando que un cachorro de apenas dos meses podría defenderme ante mi vecina o ante la cólera de mi madre. Nada ocurrió. La tarde siguiente, airoso del incidente, decidí salir de nuevo. Me crucé con mi vecina que se acercó y me dijo: “¿Tú sabes quién ha roto el cristal de mi aseo?” y yo, que aún tenía las patas más cortas que las mentiras que hasta entonces había contado, decidí echarle valor y contar la verdad. “Fui yo”, dije, “fue sin querer, y me daba vergüenza decírselo por si mi madre me renegaba…”. La mujer, en puesto de echarme la bronca, me dijo que no pasaba nada, que un accidente lo puede tener cualquiera, y yo, contento por mi valentía se lo conté a mi madre. Craso error. Desde entonces comenzó en la actitud de mi madre un gran cambio hacia mí. No me renegó, si os lo preguntáis, al contrario, me felicitó y me dijo que eso era lo que tenía que hacer, y que teníamos que pagar lo roto. Nunca lo pagamos, no por falta de insistencia de parte de mi madre hacia la vecina, sino porque ella dijo que no tenía importancia, y, hasta hace unos meses, el cristal de la ventana seguía roto. Años y años después mirando a ese cristal rectangular en una pendiente diagonal… Desde entonces comenzaron a tratarme como a un adolescente, y no como a un niño. Desde entonces comenzaron las exigencias de madurez por parte de todos: colegio, familia…

Echo de menos ser un niño al que no le importaba romper ventanas, rasparse las rodillas con las caídas, no combinar la ropa ni preocuparme por qué dirán de mí, por las responsabilidades que me impone el espíritu apolíneo que me obliga a razonar y pensar antes de actuar. Echo de menos irme sin decir a dónde voy, no tener móvil y ser feliz, ser un niño y que el espíritu dionisíaco impere en mí. Ahora ya es demasiado tarde para dar marcha atrás, supongo…